Arequipa, Universidad San Agustín, 2 de febrero de 1985
1. ¡“Lumen ad revelationem gentium”!
¡Luz para iluminar a las gentes! (Lc 2, 32).
Hoy la Iglesia en toda la tierra celebra la Presentación del Señor en el templo de Jerusalén, cuarenta días después de su nacimiento en Belén.
Allí en el templo de Jerusalén, fueron pronunciadas las palabras proféticas que la Iglesia repite cada día en su liturgia y hoy proclama con una especial solemnidad.
He aquí que el anciano Simeón toma al Niño de los brazos de la Madre e iluminado por el Espíritu Santo, pronuncia las palabras proféticas:
“Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz, porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a las gentes y gloria de tu pueblo Israel” (Lc 2, 29-32).
2. Hoy repetimos estas palabras aquí en Arequipa, en tierra peruana. Juntos profesamos con ellas la fe en Jesucristo; esa fe que ha iluminado el pueblo de esta tierra desde hace ya casi cinco siglos.
En este nombre y en esta luz nos unimos hoy y recíprocamente nos saludamos. Y tengo el gozo de poder participar con vosotros, como Obispo de Roma, en esta fiesta grande de la Iglesia en vuestra patria.
Una fiesta que tiene un doble motivo de alegría: la beatificación de Sor Ana de los Angeles Monteagudo, y la coronación pontificia de la imagen de la Virgen de Chapi, Madre y Reina de Arequipa, que preside nuestra celebración.
En esta fiesta de la Iglesia en el Perú, en presencia de todos sus Pastores, quiero saludar a todo el pueblo fiel peruano que he venido a visitar, aunque no podré llegar, como desearía, a cada persona y lugar del País. Pero a todos los semejantes me dirigiré intencionalmente, cada vez que en estos días encuentre a algún grupo o sector del pueblo de Dios. Así pues:
Que Cristo, luz de las gentes, ilumine a los miembros de esta Iglesia de Dios en Arequipa que hoy me acoge, a su Pastor y Auxiliares, así como a las Iglesias de Puno, Tacna, Ayaviri, Chuquibamba y Juli con sus Pastores.
Que la luz de Cristo guíe a la Iglesia en Lima con su Cardenal Arzobispo y Auxiliares, a los Pastores y fieles del Callao, Huacho, Ica y Yauyos.
Que Cristo, luz del mundo, esclarezca el camino de los Pastores y fieles de Ayacucho, Huancavelica y Caravelí.
Que Cristo sea siempre la luz de las Iglesias en el Cuzco, Abancay, Chuquibambilla y Sicuani y de sus Obispos.
Que la luz de Cristo resplandezca en el Pueblo fiel de Huancayo, Huánuco, Tarma y en sus Padres en la fe.
Que Cristo acompañe con su luz al Pueblo santo de Dios en Piura, Chachapoyas, Chiclayo, Chota, Chulucanas y a sus Prelados.
Que la luz de Cristo brille en los Pastores y comunidades eclesiales de Trujillo, Cajamarca, Huaraz, Chimbote, Huari, Huamachuco y Moyobamba.
Que Cristo marque con su luz el camino de la fe para los Ordinarios e Iglesias de Iquitos, Jaén, Pucallpa, Puerto Maldonado, Requena, San José del Amazonas, San Ramón y Yurimaguas, y para el Ordinario y miembros del Vicariato Castrense del Perú.
Finalmente, que Cristo sea luz para todos los aquí presentes, los venidos de cerca o de lejos, y de modo particular para la gran Familia dominicana, que ve en su hermana la Beata Ana de los Angeles una nueva gloria para los hijos e hijas de Santo Domingo, y un fiel reflejo de la luz de Jesucristo.3. Este Jesús de Nazaret sobre el cual, cuarenta días después de su nacimiento, el anciano Simeón pronunció las palabras proféticas, está delante de nosotros como Luz. Escuchemos lo que nos dice en el Evangelio de la liturgia de hoy:
“Todo me ha sido entregado por mi Padre; y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11, 27).
Cristo es la luz de los hombres, porque les revela a Dios. Sólo Él conoce a Dios: conoce al Padre y es conocido por Él. También Él, únicamente Él, lleva la luz de la revelación divina a los corazones humanos. Gracias a Él hemos conocido al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo, al Dios Único en la Trinidad que es “el principio y fin” de todo lo que existe. En Él está nuestra salvación eterna.
4. En efecto, este Dios -como proclama Juan en la segunda lectura de hoy- es el que “nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10). Así es. “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo su Hijo único para que vivamos por medio de él” (1 Jn 4, 9).
El Hijo es la luz del mundo porque nos da la vida de Dios. Esta vida divina es para nosotros un don, es decir, la gracia. Y la gracia deriva del Amor e injerta en nosotros el Amor. De este modo nosotros los hombres, nacidos de los hombres, de nuestros padres, a la vez hemos nacido de Dios:
“Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios” (1 Jn 4, 7).
Cristo es la luz de los hombres, porque gracias a Él hemos sido engendrados por Dios, y cuando somos engendrados por Dios en Cristo, entonces también nosotros “conocemos a Dios”: conocemos al Padre, como también el Hijo conoce al Padre.
En cambio, “Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor” (1Jn 4, 7).
5. He aquí el espléndido mensaje de la fiesta de hoy. El mensaje de la Luz y de la Vida, el mensaje de la Verdad y del Amor.
En el contenido de este mensaje reconocemos también a esta hija elegida de vuestra tierra que hoy puedo proclamar Beata de la Iglesia: Sor Ana de los Angeles Monteagudo.
El Señor Arzobispo de Arequipa, al pedir oficialmente la Beatificación de Sor Ana, ha trazado en síntesis su biografía y ha indicado los rasgos de su vida santa, y los méritos y gracias celestiales que han conducido a su elevación a los altares, para ejemplo y veneración de toda la Iglesia, especialmente de la Iglesia en el Perú.
En ella admiramos sobre todo a la cristiana ejemplar, la contemplativa, monja dominica del célebre monasterio de Santa Catalina, monumento de arte y de piedad del que los arequipeños se sienten con razón orgullosos. Ella realizó en su vida el programa dominicano de la luz, de la verdad, del amor y de la vida, concentrado en la conocida frase: “contemplar y transmitir lo contemplado”.
Sor Ana de los Angeles realizó este programa con una intensa, austera, radical entrega a la vida monástica, según el estilo de la Orden de Santo Domingo, en la contemplación del misterio de Cristo, Verdad y Sabiduría de Dios. Pero a la vez su vida tuvo una singular irradiación apostólica. Fue maestra espiritual y fiel ejecutora de las normas de la Iglesia que urgían la reforma de los monasterios. Sabía acoger a todos los que dependían de ella, encaminándolos por los senderos del perdón y de la vida de gracia. Se hizo notar su presencia escondida, más allá de los muros de su convento, con la fama de su santidad. A los Obispos y sacerdotes ayudó con su oración y su consejo; a los caminantes y peregrinos que venían a ella, los acompañaba con su plegaria.
Su larga vida se consumó casi por entero dentro de los muros del monasterio de Santa Catalina; desde su tierna edad como educanda, y más tarde como religiosa y superiora. En sus últimos años se consumó en una dolorosa identificación con el misterio de Cristo Crucificado.
Sor Ana de los Angeles confirma con su vida la fecundidad apostólica de la vida contemplativa en el Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia. Vida contemplativa que arraigó muy pronto también aquí, desde los albores mismos de la evangelización, y sigue siendo riqueza misteriosa de la Iglesia en el Perú y de toda la Iglesia de Cristo.
6. Ciertamente Sor Ana se ha guiado en su vida con esta máxima de San Juan Evangelista:
“Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros” (1 Jn 4, 11).
En la escuela del Divino Maestro se fue modelando su corazón hasta aprender la mansedumbre y humildad de Cristo, según las palabras del Evangelio: “Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón... Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11, 29-30).
Imitando la caridad y el sentido eclesial de su patrona, Catalina de Siena, tuvo un corazón manso y humilde abierto a las necesidades de todos, especialmente de los más pobres.
Todos encontraron en ella un amor verdadero. Los pobres y humildes hallaron acogida eficaz; los ricos, comprensión que no escatimaba la exigencia de conversión; los pastores encontraron oración y consejo; los enfermos, alivio; los tristes, consuelo; los viajeros, hospitalidad; los perseguidos, perdón; los moribundos, la oración ardiente.
En la caridad orante y efectiva de Sor Ana estuvieron presentes de una manera especial los difuntos, las almas del Purgatorio que ella llamaba “sus amigas”. De esta forma, iluminando la piedad ancestral por los difuntos con la doctrina de la Iglesia, siguiendo el ejemplo de San Nicolás de Tolentino, de quien era devota, extendió su caridad a los difuntos con la plegaria y los sufragios.
Por eso, recordando estos detalles entrañables de la vida de la nueva Beata, su penitencia y su limosna, su oración continua y ardiente por todos, hemos recordado las palabras del libro de Tobías:
“Buena es la oración con ayuno; y mejor es la limosna con justicia que la riqueza con iniquidad. Mejor es hacer limosna que atesorar oro... Los que hacen limosna tendrán larga vida” (Tb 12, 8-9). Como ella, que murió en edad avanzada, cargada de virtudes y méritos.
7. Hoy la Iglesia en Arequipa y en todo el Perú desea adorar a Dios de una manera especial por los beneficios que Él ha concedido al Pueblo de Dios mediante el servicio de una humilde religiosa: Sor Ana de los Angeles.
Obrando así, la Iglesia cumple la invitación del libro de Tobías, proclamada en la liturgia de hoy:
“Manifestad a todos los hombres las acciones de Dios, dignas de honra, y no seáis remisos en confesarle. Bueno es mantener oculto el secreto del Rey, y también es bueno proclamar y publicar las obras gloriosas de Dios” (Tb 12, 6-7).
De esta manera, aquel misterio de la Gracia de Dios, escondido en el seno de la Iglesia de vuestra tierra, se hace manifiesto y se revela: ¡es Sor Ana de los Angeles, la Beata de la Iglesia!
La santidad del hombre es obra de Dios. Nunca será suficiente manifestarle gratitud por esta obra. Cuando veneramos sus obras, las obras de Dios, veneramos y adoramos sobre todo a Él mismo, el Dios Santísimo. Y entre todas las obras de Dios, la más grande es la santidad de una criatura: la santidad del hombre.
8. Pero he aquí que en la fiesta de hoy, en presencia de toda la Iglesia, está aquella que es la más Santa: la Madre de Cristo, María.
La contemplamos, cuarenta días después del nacimiento de su Hijo, llevando a Jesús al templo de Jerusalén, acompañada por José. El anciano Simeón adora en el Niño la luz de Dios: “Luz para iluminar a las gentes” (Lc 2, 32). Y a María dirige estas palabras: “Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción, a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones. ¡Y a ti misma una espada te atravesará el alma!” (Lc 2, 34-35).
Teniendo presentes las palabras de Simeón, deseamos poner hoy sobre la cabeza de la imagen de la Madre de Dios de Chapi, la corona pontificia.
Este gesto que realizamos en la tierra, responde a la exaltación que la Virgen ha recibido en el cielo: la exaltación de los pobres y humildes, proclamada por ella en el Magnificat (cf. Lc 1, 52).
Con tal gesto, el Papa quiere sellar la vinculación que ya existe y que se consolidará más, entre la ciudad de Arequipa, entre la Iglesia en el Perú y la Virgen Santísima. En efecto, esta “ciudad blanca”, eminentemente mariana, que nació bajo el amparo de Nuestra Señora, el día de la Asunción de 1540, ha profesado siempre gran devoción a la Madre de Dios. Lo atestiguan los tres hermosos y conocidos santuarios marianos de la ciudad: el de Cayma, el de Characato y especialmente el de Chapi.
La coronación es también un recuerdo del amor que tuvo a la Virgen Santísima la Beata Ana de los Angeles.
9. Ante la imagen de Nuestra Señora pongo las intenciones de toda la Iglesia, especialmente de la Iglesia en el Perú y en Arequipa:
“Oh Madre de Cristo, Santa Madre de Dios,
venerada con amor tan entrañable
por el pueblo de Dios en toda la tierra peruana.
Madre y Reina de todos los Santos que ha dado esta tierra:
Toribio de Mogrovejo, Rosa de Lima, Martín de Porres, Juan Macías, Ana de los Angeles, proclamada Beata en el día de hoy.
No dejes de llevar a Jesús en tus manos;
llévalo a los corazones de todos los que, en esta tierra, tan amorosamente confían en ti.
Llévalo siempre, como lo llevaste al templo de Jerusalén;
que los ojos de nuestra fe se abran en todo momento como se abrieron los ojos de Simeón.
Junto con él profesamos:
¡“Luz para iluminar a las gentes”!
Que en Él los ojos de nuestra fe vean siempre la salvación
que viene de Dios... ¡Del mismo Dios!
Amén.